Una hora
Tu pequeño corazón late a mi lado,
Aloe,
pequeño y grácil, incansable y esbelto,
envuelto en una muda felina,
una maraña mullida de bruma que, en broma,
amenazo con arrebatarte
cuando la emoción de robarte un abrazo me pierde
y dan las once.
La noche de este día anodino avanza sin nodriza,
como tú, que sales del sueño estirando tus patitas
para cruzar el salón sin pisar el suelo,
desde la cima de tu sofá hasta la cresta del mío,
sorteando los enseres inertes
que se me han ido vaciando del bolsillo
antes y después del trabajo.
Tal vez hayas oído la noticia,
ha sido esta mañana.
Ha llegado una voz desde muy lejos para decir
que ya no somos nada,
que la distancia y el empleo,
la mudanza y el tiempo...
la enumeración incómoda de una lista de clichés y peros para enunciar lo obvio:
que ya no somos nada.
Lo digo porque vienes con un brillo en la mirada
después de sacudirte la noche de encima,
emitiendo unos quejidos que no sabes que son graciosos
y te interpolas con la pantalla en mi regazo
frotando la nariz con urgencia,
desplegando tu envolvente ronroneo
hasta raspar mi cara con la lengua como si lo supieras todo,
como si tu instinto y mi dolor fueran casi de la misma talla
y arriesgaras una de tus siete
solo para hacerte notar de esta manera,
rompiendo lo invisible de tu hechizo
que empieza con la bruma que te cubre y que, en broma,
amenazo con arrebatarte en el abrazo.
Cuando ya soy tu olor o tú el mío,
cuando sonrío por el brote espontáneo
de tu ataque a mi epitelio,
me miras con esos ojos de bebé viejo,
color vivo y apagado,
y te me quedas contemplando hasta que te contemplo
y me olvido un poco más de la voz y las noticias
y me duele un poco menos.
Tu pequeño corazón late a mi lado,
Aloe,
y dan las doce.
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