Alicia acaricia el lomo del libro mientras le pone una tirita y le susurra que todo estará bien. Lo saca con cuidado —con amor— de la cesta y lo sube a su podio, la estantería. Yo estoy tumbado entre sus almohadones acariciando el gato gris. Pienso que todo son equilibrios. Equilibrio entre sentir y no sentir. Abandonarse a llorar o ser estoico, salir y entrar.
    La miro reparar los libros. Alguno necesita sutura. Hilvana la aguja y atraviesa portadas de cuero decimonónico. Interpreta a su manera la salud de cada ejemplar, su estado óptimo en sustancia terrenal. Yo sé que Alicia cose historias, las lava, las limpia, las quiere nuevas. Hay dos libros, el libro que había y el que Alicia cose. Es su curiosa manera de acercarse a la impecabilidad. Yo le hubiera pegado fuego a la cesta. Fuego. Me acerco a la sisa, casi apagada. Vacío mis pulmones. Aspiro hondo y sueño. Sueño por un momento con un tren y mucho frío. Mi madre saludando con un pañuelo en el andén y mi hermano pequeño mirando. Lorenzo tiene en la mano la bola que le he comprado en la máquina con el juguete dentro.
    Dejo salir la nube blanca y busco mi ropa con la mirada. Alicia está ensimismada con un ejemplar casi intacto, no sabe si tirita o parche es necesario. Una vez más el equilibrio, o algo así. Suspiro, me mojo los labios y dejo caer saliva sobre el carbón. La sisa humea y Alicia me mira desde detrás de su flequillo. Decide pasar al siguiente libro.


*     *      *


De camino a casa tomo el tren y luego el metro. Mañana hay clase, no sé de qué, pero de algo. L'Eixample me recibe frío, como distante. Atiendo un par de whatsapps y paro en la gasolinera por comprar algo. Entro al portal, ojeo la estantería de la escalera, decidiendo si merece la pena. La imagino llena de los libros reacondicionados de Alicia. Miro la hora y suspiro. Hago un ruido terrible al cargar el mueble a casa.

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