La necesidad brutal de la vigilia a medianoche. Llega siempre cándida, lenta, acompasada por determinada música si hay un equipo cerca. El alcohol y el tabaco pueden ayudar a despertar su bruma. Es en estos momentos cuando más se aborrece la soledad, cuando se la pone en la palma de la mano y se la mira y se contempla con detalle. Yo imagino mi soledad morada o amarilla, con poca saturación pero el contraste al máximo, un amasijo como maya de aluminio para fregar los platos, y estoy convencido de que si no es así debe de ser algo muy parecido. La imagino igual que la bilis del estómago incendiada por el vino. El vino. Miro mi soledad y la aprieto con fuerza. Intento asfixiarla mientras mis océanos de sed se llenan de tila. Té de tilo para Talita.
Me siento menos. Menos por llegar a casa tan temprano. Por cerrar la puerta y ponerme los cascos mientras fuera se desarrolla la pelea. Ya casi soy inmune. Demasiados pactos y concesiones conmigo mismo. Soy frío, irisado como esta noche sin luna. No, de todo menos irisado. Fear of missing out, falta de autoestima y todo el pack, eso sí. Pero también me siento menos porque soy menos. Menos que cuando las palabras se me atragantaban en la garganta pugnando por gorgotear. He perdido convicción en mi verdad porque ya no sé ni cuál es. Tantas hostias al vaivén de la marea que la alienación es totalmente lógica. Intento acercarme a quién yo era pero me resulta imposible. Me ha abandonado casi cualquier atisbo de emoción, de chispa. Frío pero no irisado, paciente, ecuánime, excesivamente ecuánime, como siempre que se ha de recurrir a la hipérbole para aplicar un buen consejo en un momento surrealistamente inverosímil.
No me vanaglorio de lo vivido porque estoy solo, doble razón. La una que no tengo público, la segunda que mi soledad es un contundente fracaso. Sobre todo si se interpreta desde el what if, la potencia, el margen. Quizá mi verdad esta noche sea simplemente esa: que me gustaría tener a alguien con quien conversar hasta las seis de la mañana. Hace tantísimo que no siento lo que se siente durante una conversación así que casi lo he olvidado. La necesidad brutal de la vigilia a medianoche está sangrientamente emparentada con la abstinencia de compañía. Abro el balcón, respiro pero ni siquiera tengo luna. Sonrío al recordar el meme del barco encallado en el canal de Suez, la pala excavadora y la analogía con la salud mental y las técnicas de respiración. Seguro que le gusta a la Rosa, digo para mis adentros sonriendo mientras cierro la ventana por última vez esta noche.
Al menos tengo un título, pienso después de contemplar la delgada y triste línea negra sobre la virtual hoja de papel. ¿No se supone que esto es lo último que se hace? Bah, qué más dará. Esto es una chifladura, la mayor de las que me ha mandado la Rosa. Una gigantesca y retorcida tarea para mantenerme entretenido, para que practique, para que escriba. Fui demasiado testarudo como para no recoger el guante y soy demasiado testarudo como para no llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Miro la mascarilla sobre la mesa, cuya blancura empieza a amarillear, y me pregunto si será a causa del tabaco. En cualquier otro momento me habría liado un cigarrillo pero no me gusta fumar con el estómago revuelto. Me trago un valioso ibuprofeno acompañado de un vaso de agua y me abandono al colchón sin quitarme los cascos. Pongo un podcast al azar y me voy durmiendo mientras dos voces tan entusiastas como contenidas narran las maravillas de no sé qué período faraónico.
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