Noches

Todavía se ve allí, desnudo junto al alfeizar sobre el que ella está sentada, también desnuda. Él no fuma pero aquella noche comparte sus cigarrillos, como le pasa a veces cuando quiere subrayar un momento. Le gusta posar sus labios donde instantes antes han estado los de ella. Es otra forma de besar, se dice. Adora sus labios, y eso que todavía no sabe cuánto los echará de menos. Han pasado cinco años y, a pesar de que aquella noche ni tan siquiera durmieron juntos, todavía no se ha alejado de aquel cuarto y de aquel alfeizar.
     Ella le enseña su manoseado álbum de fotos. Está lleno de caras y cuerpos de otros chicos. Mi ex, mi novio, va diciendo mientras señala sus rostros, ilusionada. Él le acaricia la frente, el mentón, las mejillas. La cubre de pequeños besos, sutiles, para no distraerla, pero suaves como el tacto de una pluma, para levantar su risa. Ama el sonido de su risa. Conjunta tan bien sus preciosos labios... piensa. La burbuja es perfecta, tan perfecta que el momento, ya líquido, calará y contaminará su presente para siempre. Pero eso también lo ignora.

     Antes o después hicieron el amor. Ella fue muy buena. Con su risa como bálsamo acariciaba su pelo y su cuerpo donde más le dolía. No temas, le dijo, mientras desplegaba su ternura por todas las sábanas. Sé que contigo los orgasmos serán geniales porque suceden sobre todo en la cabeza. Su cariño descubrió los rastros de otras manos, otras noches, otros días. Destapó las huellas de un amor reciente, malogrado y sangrante, y las apartó junto a su ropa, por si quería llevárselas al marchar. Él la quiso sin palabras, sin reproches, sin condicionales. La colmó de placer para que olvidase, por un instante, su problemático amor distante, la última fotografía del álbum, aquella que, hacía tan solo unas horas, le había traído el llanto. Nunca llegaría a saber si ella, como él, revive todavía aquella noche, aquellas noches. También fueron al parque, ¿o fue otro día? Se besaron a oscuras donde no había nadie, cuando no había nadie, porque la intimidad en el pueblo es envidiablemente alcanzable de madrugada, bajo las viejas farolas anaranjadas. Jugaron a las cosquillas y él siempre salió ganando porque adoraba su risa.
     Es incapaz de recordar el por qué. Sus orgasmos se agotaron, sus cariños infinitos no superaron la mínima prueba de tiempo. El final, abrupto y escarpado como el principio, tallaría en su vida la forma de ****** como el trazo del ritmo cardíaco en el electro, tan clara, tan evidente e innegable, que nunca jamás podría olvidarla. Tiempo después apareció la añoranza, la extrañeza que sustituiría al deseo primigenio de encontrarse con ella. Todo volvió a ser igual que antes pero sin esperanza, porque lo que podía pasar ya había pasado.
     

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